Reflexiones históricas sobre las verdades de la Patria

jueves, 8 de enero de 2015

EL ESTILO BARROCO DE LA HISPANIDAD INDIANA

     La cultura hispana se caracterizó por algunos rasgos muy particulares que hoy día nos cuesta mucho comprender. En primer lugar, si bien es cierto que en algún momento entre algunos de los conquistadores y colonizadores existió la “sed del oro”, también es verdad que aquella civilización está muy lejos del estilo de vida actual fundado en el interés propio. Mientras la actual civilización capitalista tiene sus raíces en la búsqueda de la ganancia  personal y la libre competencia, la hispanidad tuvo como valores esenciales el honor y el servicio. Su Arquetipo era el mismo Dios, quien de su sobreabundancia derrama bienes sobre bienes. Más allá de los pecados que se puedan imputar a los hombres de aquella civilización, lo cierto es que los valores fundamentales de la misma se asentaban no en el provecho particular sino en la dádiva. Fue una civilización de la “limosna”: no sólo a los pobres, con el fin de cubrir sus necesidades, sino que también se daba de lo propio para la fundación de iglesias, de universidades, conventos, hospitales, obras de caridad, etcétera. Por otra parte, la expresión arquitectónica de aquellas iglesias, universidades y edificios públicos se caracterizaba por la magnificencia, el esplendor, y el derroche de adornos, esculturas y  pinturas, incorporados a la obra.
     Como el Supremo Dador es el mismo Dios, quien ha llevado el Don de Sí hasta el Sacrificio de la Cruz, la devoción Eucarística y el culto ligado a la misma tuvo un gran esplendor, manifestado en distintas formas privadas y públicas de adoración, de procesiones, de celebraciones esplendorosas de la Semana Santa o del Corpus.
      Junto a la devoción eucarística floreció en estas tierras americanas el culto a la Santísima Madre del Redentor. Muchos siglos antes de que el Supremo Pontífice proclamara el dogma de la Inmaculada Concepción, los españoles de uno y otro lado del Océano tributaron los honores correspondientes a tan alta Dignidad de la Madre de Dios. Los franciscanos y los jesuitas fueron grandes defensores de este privilegio mariano, así como los dominicos propagaron la devoción al Santo Rosario. En las ciudades americanas no había familia que no se reuniera a rezarle a la Virgen, y los momentos del día dedicados a renovar el saludo del Ángel a María se denominaban “la hora del Angelus”.
     El espíritu de Misión era otra de las características de aquella sociedad. No sólo los religiosos estaban encargados de tan alta tarea; todos participaban  de la misma: los gobernantes brindando su apoyo a la acción evangelizadora, los soldados protegiendo a los misioneros, los comerciantes y hacendados aportando sus limosnas para que la misión pueda llevarse a cabo, las madres de familia con su oración, al igual que los religiosos contemplativos, los mismos indios cristianizados eran evangelizadores de sus hermanos de raza.
     Este espíritu de misión estaba acompañado de una concepción militante de la Fe, que concebía la vida como una lucha contra el Espíritu del Mal, y contra las fuerzas que encarnaban al mismo. El ideal de Cruzada, que se había desarrollado en la Península Ibérica tras siete siglos de lucha contra los moros, se prolongó en nuestro territorio durante el período de la Conquista, y fue una de las características de la cultura hispánica barroca. Dicha visión militante de la vida se encuentra claramente expresado en esta vieja copla riojana: “Sepa el Moro y el Judío y el inglés que anda en la mar que María es concebida sin pecado original”[1].
      La vida social tenía, por otra parte, una gran vitalidad, siendo el fundamento de la misma la institución familiar fundada en el Matrimonio sacramental. La devoción a los mayores, a los antepasados, era esencial en aquellos hombres. Lo heredado, y transmisible a la vez a las próximas generaciones, establecía fuertes lazos vitales hacia atrás y hacia adelante en el tiempo. La pertenencia a una familia, a un apellido, a unos antepasados; transmitir ese apellido y esa sangre, junto con unos bienes materiales, era parte esencial de la vida de aquella sociedad. En estos valores se fundaba el principio del Mayorazgo, por medio del cual el hijo mayor heredaba los bienes más importantes de una familia; sin embargo, no era sólo lo material lo que recibía, sino sobre todo la responsabilidad de mantener el prestigio de la familia, el nombre de la misma, y continuar con los servicios que dicha familia debía a la comunidad, en fidelidad a las hazañas y beneficios brindados por los antepasados.
     También estaban incorporadas a la sociedad las “familias religiosas”: las diversas Órdenes y Congregaciones, fuertemente presentes en cada ciudad a través de sus iglesias, conventos, cofradías, Terceras Órdenes, y la celebración pública y ostentosa de sus devociones particulares.
      Entre  los claustros monacales y conventuales, y en las universidades, se encontraban los hombres que aspiraban a alcanzar la sabiduría, parte esencial del Bien Común al que debía aspirar toda la comunidad. A ella, además, se debía ordenar toda la vida social como fin último de la vida humana.  Por otra parte, cuando se bebe en las aguas de la sabiduría, se puede construir un orden social más ordenado, dentro de las limitaciones propias de la condición humana. La sabiduría no se confundía con la ciencia, y tenía distintos niveles: el primero, cimiento de una auténtica sabiduría, era el metafísico. Siguiendo a los sabios antiguos y medievales, se procuraba conocer los fundamentos esenciales de la realidad. Ascendiendo un escalón más, ese saber racional era iluminado por la Fe, desarrollándose la Teología, piedra angular de la cultura hispánica. Aunque lo más característico de la misma era aquel Saber intuitivo, y altísimo alcanzado por algunas almas selectas y exquisitas: la Mística, conocimiento experimental de las cosas de Dios.
     Esta sabiduría, que tenía como “tres escalones”, presentaba, por otra parte, tres aspectos: el Logos, que se refiere al conocimiento teórico; el Ethos, que tiene que ver con la aplicación de aquel conocimiento a la conducta personal -obrar conforme a la Verdad conocida teóricamente-. Por último, el Pathos, la pasión, el éxtasis, el salir fuera de sí, la locura por la Verdad conocida, por el Bien Amado, que en definitiva -Verdad y Bien- no son otra cosa que dos Nombres que corresponden a Dios. Y el Dios por el cual vibraban y enloquecían los místicos de aquella cultura, y al que se celebraba pública y apoteósicamente en aquellas celebraciones y festividades estruendosas, y en aquellas iglesias magníficas y suntuosas, era el Dios encarnado: el de Belén y el del Calvario, el de la Corona de espinas y la Crucifixión, el de la Sangre y la Muerte. Aquella cultura giraba, en definitiva, en torno a lo Sacro, lo Grande y lo Bello.



[1] Carrizo, Juan Alfonso. Cancionero de La Rioja (Argentina)

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