EL ESTILO BARROCO DE
LA HISPANIDAD INDIANA
La cultura hispana se caracterizó por algunos
rasgos muy particulares que hoy día nos cuesta mucho comprender. En primer
lugar, si bien es cierto que en algún momento entre algunos de los
conquistadores y colonizadores existió la “sed del oro”, también es verdad que
aquella civilización está muy lejos del estilo de vida actual fundado en el
interés propio. Mientras la actual civilización capitalista tiene sus raíces en
la búsqueda de la ganancia personal y la
libre competencia, la hispanidad tuvo como valores esenciales el honor y el
servicio. Su Arquetipo era el mismo Dios, quien de su sobreabundancia derrama
bienes sobre bienes. Más allá de los pecados que se puedan imputar a los
hombres de aquella civilización, lo cierto es que los valores fundamentales de
la misma se asentaban no en el provecho particular sino en la dádiva. Fue una
civilización de la “limosna”: no sólo a los pobres, con el fin de cubrir sus
necesidades, sino que también se daba de lo propio para la fundación de
iglesias, de universidades, conventos, hospitales, obras de caridad, etcétera.
Por otra parte, la expresión arquitectónica de aquellas iglesias, universidades
y edificios públicos se caracterizaba por la magnificencia, el esplendor, y el
derroche de adornos, esculturas y
pinturas, incorporados a la obra.
Como el Supremo Dador es el mismo Dios, quien ha llevado el Don de Sí
hasta el Sacrificio de la Cruz, la devoción Eucarística y el culto ligado a la
misma tuvo un gran esplendor, manifestado en distintas formas privadas y
públicas de adoración, de procesiones, de celebraciones esplendorosas de la
Semana Santa o del Corpus.
Junto a la devoción eucarística floreció en estas tierras americanas el
culto a la Santísima Madre del Redentor. Muchos siglos antes de que el Supremo
Pontífice proclamara el dogma de la Inmaculada Concepción, los españoles de uno
y otro lado del Océano tributaron los honores correspondientes a tan alta
Dignidad de la Madre de Dios. Los franciscanos y los jesuitas fueron grandes
defensores de este privilegio mariano, así como los dominicos propagaron la
devoción al Santo Rosario. En las ciudades americanas no había familia que no
se reuniera a rezarle a la Virgen, y los momentos del día dedicados a renovar
el saludo del Ángel a María se denominaban “la
hora del Angelus”.
El
espíritu de Misión era otra de las
características de aquella sociedad. No sólo los religiosos estaban encargados
de tan alta tarea; todos participaban de
la misma: los gobernantes brindando su apoyo a la acción evangelizadora, los
soldados protegiendo a los misioneros, los comerciantes y hacendados aportando
sus limosnas para que la misión pueda llevarse a cabo, las madres de familia
con su oración, al igual que los religiosos contemplativos, los mismos indios
cristianizados eran evangelizadores de sus hermanos de raza.
Este espíritu de misión estaba acompañado de una concepción militante de
la Fe, que concebía la vida como una lucha contra el Espíritu del Mal, y contra
las fuerzas que encarnaban al mismo. El ideal de Cruzada, que se había
desarrollado en la Península Ibérica tras siete siglos de lucha contra los
moros, se prolongó en nuestro territorio durante el período de la Conquista, y
fue una de las características de la cultura hispánica barroca. Dicha visión
militante de la vida se encuentra claramente expresado en esta vieja copla
riojana: “Sepa el Moro y el Judío
y el inglés que anda en la mar que María es concebida sin pecado original”[1].
La vida social tenía, por otra parte, una
gran vitalidad, siendo el fundamento de la misma la institución familiar
fundada en el Matrimonio sacramental.
La devoción a los mayores, a los antepasados, era esencial en aquellos hombres.
Lo heredado, y transmisible a la vez a las próximas generaciones, establecía
fuertes lazos vitales hacia atrás y hacia adelante en el tiempo. La pertenencia
a una familia, a un apellido, a unos antepasados; transmitir ese apellido y esa
sangre, junto con unos bienes materiales, era parte esencial de la vida de
aquella sociedad. En estos valores se fundaba el principio del Mayorazgo, por medio del cual el hijo
mayor heredaba los bienes más importantes de una familia; sin embargo, no era
sólo lo material lo que recibía, sino sobre todo la responsabilidad de mantener
el prestigio de la familia, el nombre de la misma, y continuar con los
servicios que dicha familia debía a la comunidad, en fidelidad a las hazañas y
beneficios brindados por los antepasados.
También estaban incorporadas a la sociedad las “familias religiosas”: las diversas Órdenes y Congregaciones,
fuertemente presentes en cada ciudad a través de sus iglesias, conventos,
cofradías, Terceras Órdenes, y la celebración pública y ostentosa de sus
devociones particulares.
Entre los claustros monacales y
conventuales, y en las universidades, se encontraban los hombres que aspiraban
a alcanzar la sabiduría, parte
esencial del Bien Común al que debía aspirar toda la comunidad. A ella, además,
se debía ordenar toda la vida social como fin último de la vida humana. Por otra parte, cuando se bebe en las aguas
de la sabiduría, se puede construir un orden social más ordenado, dentro de las
limitaciones propias de la condición humana. La sabiduría no se confundía con
la ciencia, y tenía distintos niveles: el primero, cimiento de una auténtica
sabiduría, era el metafísico.
Siguiendo a los sabios antiguos y medievales, se procuraba conocer los
fundamentos esenciales de la realidad. Ascendiendo un escalón más, ese saber
racional era iluminado por la Fe, desarrollándose la Teología, piedra angular de la cultura hispánica. Aunque lo más
característico de la misma era aquel Saber intuitivo, y altísimo alcanzado por
algunas almas selectas y exquisitas: la Mística,
conocimiento experimental de las cosas de Dios.
Esta sabiduría, que tenía como “tres escalones”, presentaba, por otra
parte, tres aspectos: el Logos, que
se refiere al conocimiento teórico; el Ethos,
que tiene que ver con la aplicación de aquel conocimiento a la conducta
personal -obrar conforme a la Verdad conocida teóricamente-. Por último, el Pathos, la pasión, el éxtasis, el salir
fuera de sí, la locura por la Verdad conocida, por el Bien Amado, que en
definitiva -Verdad y Bien- no son otra cosa que dos Nombres que corresponden a
Dios. Y el Dios por el cual vibraban y enloquecían los místicos de aquella
cultura, y al que se celebraba pública y apoteósicamente en aquellas
celebraciones y festividades estruendosas, y en aquellas iglesias magníficas y
suntuosas, era el Dios encarnado: el de Belén y el del Calvario, el de la
Corona de espinas y la Crucifixión, el de la Sangre y la Muerte. Aquella
cultura giraba, en definitiva, en torno a lo Sacro, lo Grande y lo Bello.
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