LOS ORÍGENES IGNACIANOS DE LA PATRIA
Nuestra Patria
comienza a gestarse a partir de la fundación de las primeras ciudades por parte
de bravos soldados españoles durante la segunda mitad del siglo XVI. En ese
momento, del otro lado del Océano, la crisis religiosa desatada por la Reforma
luterana desgarraba a la Cristiandad. En dicho contexto histórico Dios suscita
la figura egregia de San Ignacio de Loyola, quien, junto a una pléyade de santos –muchos de ellos
hijos de la España fuerte y poderosa surgida por la acción de eminentes
monarcas como Fernando e Isabel, Carlos y Felipe-, harán frente a la dramática
situación. Nuevas Órdenes y Reforma de las antiguas, surgimiento de Colegios y
Universidades, de Hospitales y de Instituciones dedicadas a las obras de
misericordia, son el fruto de aquella acción.
Más allá de la acción eficaz de tantos
santos y de tantos movimientos e instituciones, el principal motor de la
auténtica Reforma de la Iglesia, y de su rejuvenecimiento, fue la celebración
del Concilio de Trento. En dicha magna asamblea participaron, con una
destacadísima actuación los hijos del santo de Loyola. Así como alguno se ha
referido a la inconfundible marca hispana que tuvo aquel Concilio, también
podríamos referirnos a su impronta ignaciana.
El eco de las decisiones tomadas en Trento
fue recogido, aquí en América del Sud, a través de la realización del Tercer
Concilio de Lima por obra e iniciativa del incansable Santo Toribio de
Mogrovejo, modelo de Pastor celoso. En dicha asamblea se sentaron las bases
para la futura acción evangelizadora, remarcándose el lugar que debían ocupar
la celebración de la Liturgia, la predicación –y la confección de los
catecismos correspondientes- en lenguas aborígenes, y la importancia que debía
tener la selección y formación de los operarios apostólicos. Pocos años
después, los hijos de San Ignacio, tras los pasos de otros insignes misioneros
que los precedieron, comenzaron su labor evangelizadora en nuestras tierras,
siguiendo la huella señalada por aquel célebre Concilio.
La acción evangelizadora y civilizadora de
la Compañía de Jesús fue apoyada y estimulada por dos grandes figuras del
gobierno y de la Iglesia, nacidos en tierras americanas: el Obispo Trejo y
Sanabria, fundador de la Universidad de Córdoba, en la que los Jesuitas
realizarán una importante tarea intelectual y educadora; y el Gobernador
Hernando Arias de Saavedra –modelo de gobernante ocupado en la realización del
Bien Común, y medio hermano del Obispo-, quien estimuló y apoyó la acción
misionera de los Jesuitas en la antigua provincia del Paraguay, que incluía
todo nuestro litoral.
Enseñaba en la Antigüedad Tertuliano que
la sangre de los mártires es semilla de cristianos. Dicha regla de oro no podía
ser excepción en nuestras tierras. Y la acción evangelizadora y civilizadora de
tantos religiosos, sacerdotes y laicos fue regada con la sangre fecunda de
eminentes mártires: San Roque González y compañeros mártires, en la zona
litoral; Nicolás Mascardi en nuestra Patagonia Andina, ambos hijos de San
Ignacio. Ellos, junto a otros, conocidos o desconocidos, unieron su inmolación
a la del Cordero sin Mancha, e hicieron efectivo en estas regiones el
sacrificio la Cruz.
Tanto en el antiguo Tucumán como en la zona
propiamente rioplatense florecieron, a lo largo del siglo XVII, reducciones
jesuíticas, muchas de las cuales dieron origen a pueblos que aún existen. Las
más célebres, por los frutos de religión, arte y civilización, fueron las
establecidas entre los guaraníes.
En la actual capital de nuestra Patria, la
ciudad de la Santísima Trinidad –más conocida con el nombre de su puerto: Santa
María de los Buenos Aires-, la iglesia más antigua que podemos visitar es la de
San Ignacio, ubicada en la célebre “manzana
de las luces”, junto al antiguo colegio –actual Nacional Buenos Aires-, en
un predio que en su conjunto fue propiedad de los hijos de la Compañía de
Jesús. El Cabildo de la Ciudad fue diseñado por arquitectos jesuitas, y la
presencia de los sacerdotes “de negro” dejó su huella en la arquitectura
colonial, en particular en algunas construcciones del barrio de San Telmo.
La
referencia a la arquitectura nos lleva a recordar la magnífica difusión del Barroco
-estilo eminentemente americano- en muchos rincones de la Patria. Entre los
principales difusores del Barroco se encuentran los hijos de San Ignacio. La
fundación de iglesias, de colegios, conventos, capillas, ermitas se
caracterizaron por dicho estilo. Muchos de aquellos edificios públicos se destacaron
por la magnificencia, el esplendor, y el derroche de adornos, esculturas y pinturas, incorporados a la obra.
La
devoción Eucarística y el culto ligado a la misma tuvieron un gran esplendor,
manifestado en distintas formas privadas y públicas de adoración, de procesiones,
de celebraciones esplendorosas de la Semana Santa o del Corpus. El Dios por el
cual vibraban los hombres de aquella cultura, y al que se celebraba pública y
apoteósicamente en aquellas festividades estruendosas, y en aquellas iglesias
magníficas y suntuosas, era el Dios encarnado: el de Belén y el del Calvario,
el de la Corona de espinas y la Crucifixión, el de la Sangre y la Muerte: el
Dios que nos muestra San Ignacio en las distintas semanas de sus célebres Ejercicios Espirituales.
Junto al culto al Dios humanado floreció en estas tierras la devoción a la
Santísima Madre del Redentor, en particular bajo la advocación a su Concepción
Inmaculada. Los jesuitas, junto con los franciscanos, fueron grandes defensores
de este privilegio mariano.
La
Compañía fue también una gran promotora del saber. La sabiduría, parte esencial del Bien Común al que debe aspirar toda
comunidad, era una de sus principales preocupaciones. Si bien la ciencia no fue
menospreciada por los hijos de Loyola, antes bien la difundieron y promovieron,
sin embargo, su principal preocupación
fue el cultivo de un conocimiento sapiencial. Siguiendo a los sabios antiguos y
medievales, procuraron conocer los fundamentos esenciales de la realidad, a
través del cultivo de la Metafísica.
Ascendiendo un escalón más, ese saber racional era iluminado por la Fe,
desarrollándose la Teología, piedra
angular de la cultura hispánica. Pero el objeto final de aquellas almas, pese
al matiz fuertemente ascético de la Compañía, era alcanzar un conocimiento
intuitivo, experimental, místico del
Creador. Destaca como alma mística, y autor de escritos en este sentido, el
célebre jesuita peruano Antonio Ruiz de Montoya, quien desarrolló una labor eminentísima
en la consolidación de las Reducciones Guaraníes.
Los enemigos de la Hispanidad, cuando quisieron atacar esa gran Empresa
civilizadora y evangelizadora apuntaron sus tiros contra los hijos de San
Ignacio. Los ministros masones y jansenistas del Déspota Ilustrado Carlos III,
tan devoto éste de la Inmaculada y tan perjudicial en su acción de gobierno a
la Obra de Dios, se encargaron de destruir, con tenacidad y con eficacia, la
tremenda labor que la Compañía había realizado. A pesar de ello, Dios suscitó
en nuestras tierras, a esa infatigable apóstol de los Ejercicios Ignacianos que
fue María Antonia de Paz y Figueroa, más conocida como la Madre Antula, que
entregó su vida a recorrer los caminos del viejo Virreinato llamando a los
fieles a recogerse en oración y penitencia y a meditar sobre las grandes
verdades del Evangelio que Ignacio nos presenta en su célebre librito: Principio y Fundamento, Pecado, Juicio,
Cielo, Infierno, las Dos Banderas,…
En el siglo XIX, los “padres fundadores” del Liberalismo argentino, culpables de haber
desviado a la Patria de su vocación primigenia, hijos de aquel Despotismo
Ilustrado de la centuria anterior, también arremetieron contra la obra de la
Compañía. Sarmiento en sus Recuerdos de
Provincia, hace el elogio del deán Funes porque en su acción eliminó de la
Universidad de Córdoba los influjos escolásticos y jesuíticos, logrando poner
fin a la lucha que había librado “la Edad
Media (...) para no dejarse desposeer de la dirección de los espíritus (…) La
educación dejó de ser teocrática.” Mitre, por su parte, no dejó de
despotricar contra los jesuitas en sus obras historiográficas. A pesar del
ambiente adverso la Providencia vuelve a hacer tronar la voz del profeta que
llama a conversión: el Cura Brochero, recorriendo la serranía cordobesa llevará
a los paisanos de aquellos lugares a encontrarse con su Señor en el silencio de
los Ejercicios.
Hoy, en pleno siglo XXI, y sometidos a los ataques incesantes de la
apostasía y de la democracia postmoderna –de la que se horrorizarían hasta
aquellos gestores del Liberalismo argentino, aunque tal vez no sabrían
reconocer en el monstruo al hijo de la criatura por ellos engendrada-, el Señor
sigue suscitando Obras, Institutos y apóstoles, que llevan la frescura de los
Ejercicios Ignacianos por todos los rincones de la Patria, para proclamar en
voz bien alta que sólo a Jesús corresponde la Realeza.
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